31 de enero de 2011

¿Dónde estás?

La felicidad no me sonríe. Me han dicho que se ha ido, que tal vez no vuelva. He creído ver su estela de luminosidad mientras te marchabas, sin volver la vista atrás. Mis ojos se empañaron entonces y una fría oscuridad me envolvió por completo. También me han dicho que, cuando quiera, puedo llamar a la alegría y que ésta se encargará de formar en mi rostro una sonrisa. ¿Pero sabes qué? No me importa. Márchate, felicidad. No tienes por qué caminar junto a mí durante el resto de mi vida. Encontraré otra sensación que... Vale, no. ¿A quién pretendo engañar? El reloj me insta que se me está acabando el tiempo, que cada segundo que pasa estoy más cerca de la muerte. ¡Vuelve, felicidad! Quiero yacer en mi lecho final de la mano contigo, quiero volver a ver brillar mis ojos con ese tono que sólo tú me dabas, quiero sentirme de nuevo en aquella burbuja donde no podía dejar de sonreír...

Sentimientos

Escrito por mí el 29 de Septiembre de 2009
Sentimientos en una primera persona.
Vivir un sueño, amarlo siempre, llorar de alegría, reír de impotencia, derramar lágrimas en vano pensando en la lejanía de un futuro ansiado a su lado, buscando una respuesta a una pregunta la cual a tu mente abruma, ¿por qué? No hay respuesta, no hay motivos, no hay una sonrisa, no hay felicidad. Tan solo hallarás como resultado un silencio, una mirada que ya no se dirigirá hacia ti, una mueca de dolor, un llanto. ¿Deseas eso? ¿Vivirás infeliz el resto de tu vida por haber amado a una persona demasiado? La confianza será dura, pero plena, y a veces daña. Lo piensas detenidamente, pasan horas, días, semanas, sientes un vacío inmenso alojado en tu pecho, sientes cada lágrima impotente y dolorosa caer por tu rostro inconscientemente. Pero, ¿qué ocurre? Alguien dice basta! Amor por amistad, amistad por amor. Siempre hay alguien a tu lado que puede socorrerte en cualquier estado en el que te encuentres. Lloras para ti, ríes para los demás. Tal vez no vuelvas a sentir nada de lo que sentiste, pero... ¿conseguirás algo estando mal? No.

Vive el momento, disfruta de los demás. Te darás cuenta de que tus amigos de verdad nunca te fallarán. Y así es, siempre ahí, como si fuera la primera vez. Pero por supuesto, no eres inmune a ningún sentimiento. Rencor, odio, asco,... AMOR. Cada vez que lo ves podrás sentirlo todo, todo y nada. Confusión de sentimientos que se agolpan hacia una misma persona, la misma persona que por primera vez te ha hecho sentirlo todo absolutamente, sin cavilaciones. Te odio, te odio, te odio, te odio... Se convirtieron en Te añoro, te añoro, te añoro, te añoro... y eso implicaba el más grande de los "te amo". Y es que, tú sin él no puedes vivir, es tu droga, tu adicción. Tu vida. ¿Qué más da esos momentos de rabia, odio y discusiones que hayáis tenido, que más da esas miradas de rencor... Cuando hay amor? Un "siempre" se convirtió para Siempre. Un "te quiero" se convirtió en un "te amo", y un "te amo" se convirtió en un "ya no soy una niña, sentir lo que siento no es un juego". La pasión que le dabas y que él te daba tiempo atrás no se puede tachar, no se puede dejar en el olvido, borrándose lentamente en el más profundo rincón oculto de vuestras mentes. Imposible. Ambos corazones se llaman de nuevo, ya desesperados, ya muy necesitados el uno del otro. No pueden vivir así, separados. ¿Os creéis capaz de darle a otra persona lo que os dísteis? De mirar a los ojos a otra persona y decirle "te amo"? Que los besos que un día os regalasteis se los deis a otros? Esas caricias, esas miradas, esos te quiero mudos y hablados, esas noches de pasión... ¿Todo? ¿Se lo darías todo a otra persona? No. Los besos funden vuestros cuerpos en uno, esos abrazos estrujantes y acaparadores el uno del otro que tanto ansiábais daros. Tú y él, por siempre, ¿qué más da lo demás o los demás? Ya está, pase lo que pase. Unidos por un lazo tan fuerte, que nada ni nadie podrá romper.

29 de enero de 2011

Paz frondosa


¿Cómo decirle al niño, que entonces era, que su madre había muerto? Un muñeco de “playmobil” entre mis manos provocaba que me debatiera entre si colocarlo dentro la granja de juguete o fuera. Una inocente preocupación, ajeno a todo el dolor y temor que se cocían a mi alrededor. Había pasado la noche solo con mi vecina, que era muy amiga de mis padres. No había visto a mi madre desde probablemente un día entero y me sentía un tanto confuso, aunque no llegaba a comprender ni la más cercana o remota de las realidades.
Mi padre se acercó con sigilo, expectante; no le di importancia a sus ojos rojos. Acababa de volver, junto a mi abuelo, de a saber dónde. Busqué con la mirada a la figura femenina que anhelaba, pero no me vi complacido. Les interrogué con la inocente mirada y, ante el silencio espectral, lo pregunté en voz alta. Mi padre se acercó a mí y me rodeó con los brazos. No obtuve más de un “Se ha ido, pero te quería mucho” por respuesta. Se las apañaron para mantenerme ocupado todo el día. No volví a mencionarla hasta que a la noche me vi envuelto en llantos y pataleos por mi parte, no comprendía por qué “mamá” no había ido a darme las buenas noches. Y también recuerdo cuando, aquella noche, mi abuelo me introdujo en un mundo de bellas fantasías entrelazadas con la naturaleza. Sus labios me describían un estremecedor y acogedor paisaje, dotado por un cristalino riachuelo e innumerables árboles y flores. Mi mente infantil me llevó de inmediato a un cuento de hadas, lleno de simpáticos animales dispuestos a ser acariciados por mis pequeñas manos, que se removían emocionadas ante la posibilidad de acudir a aquel lugar. La ilusión brilló en mis ojos cuando me prometió que pronto me llevaría.
¿Pero cómo de grande fue mi sorpresa al despertar en el asiento trasero de su coche? ¡No me dio tiempo ni a hacer brotar mi impaciencia! Mi abuelo, con apenas arrugas entonces, me sonreía a través del retrovisor. “Duerme, pequeño, aún queda un rato”, me dijo antes de dejar caer los párpados.
Desperté a la vez que abría su puerta, echando su asiento hacia delante e indicándome mediante un guiño que saliese. Agarré la manta con la que me había cubierto en el viaje y lo acompañé, sumido en una gratificante realidad verde. Verde de naturaleza, de hojas y tallos, de césped y de innumerables plantas.
“¿Es aquí, abuelo?” Mi voz no pudo ocultar mi descontento, pues lo que mis ojos veían no era más que otra imagen cualquiera que podría encontrar incluso en mi ciudad. No había nada espectacular, nada de lo que me había imaginado. Él, asombrándome aún más, estalló en carcajadas. Negó con la cabeza y me cogió la mano, indicándome que debíamos ir a pie. Se echó una gran mochila a la espalda y me pidió que llevara dos ligeros sacos de dormir, a continuación, emprendimos el viaje.
Incluso yo mismo me sorprendí al no abrir la boca en todo el trayecto. Atravesamos un bosque y bordeamos un riachuelo, seguidos por el rumor de los árboles y el murmullo del agua al caer por una pequeña catarata. Un poco más allá, entre dos coloridos montes, dejamos el equipaje. No pude mostrarme más anonadado cuando, de una pequeña caja que sacó de su mochila, extrajo un plástico y lo montó formando una acogedora tienda de campaña. Creo recordar que le pregunté, boquiabierto, si aquello era magia.
Unas frutas para almorzar y un enorme bocadillo de, me parece, era jamón, me quitaron el hambre para el resto del día. Mientras el sol nos iluminaba recorrimos kilómetros de aquella paz ajena al resto del mundo. Al anochecer, mi abuelo encendió una hoguera y me deleitó con multitud de sus más extrovertidas vivencias. También me habló de las ninfas, seres que decía que habitaban alrededor de donde habíamos acampado. Horas después, ambos nos enfundamos en nuestros respectivos sacos de dormir y, exhaustos, nos rendimos al sueño.
Desperté siendo llamado por aquella voz tan familiar, tentándome a buscarla. Mi abuelo roncaba inmerso en su subconsciente, incitándome a salir de allí a hurtadillas. Me desprendí del saco y subí la cremallera de la tienda, bajándola después. La voz me seguía llamando, paciente y serena. Había tenido tanta prisa por salir que no me acordé de colocarme las zapatillas. Casi noto aún el dolor que las pequeñas piedras me provocaban en la planta de los pies. La voz procedía de una mujer que se encontraba sentada al borde del riachuelo. Su silueta me resultó extremadamente familiar, al igual que su voz. No decía mi nombre, sino el apelativo por el que mis familiares me llamaban: “Pequeño”. En cuanto la vi emprendí una carrera hasta encontrarme a su lado. La espesa oscuridad me impidió ver sus facciones, por lo que en verdad no pude saber si se trataba de mi madre o no. La luna se reflejaba en el agua cristalina, dotándonos de la poca luz que podíamos poseer. Conseguí vislumbrar sus ojos, lo cual fue suficiente. El tono almendrado de su mirada me escudriñó con ternura. Percibí cómo la comisura de sus labios se curvaba en una sonrisa y mi realidad brilló en torno a ella.
“¿Mamá?” Susurré. Mi mente de siete años no aceptaba negación alguna. Nunca me habría parado a pensar entonces que ella había muerto. La aludida no respondió e inclinó la cabeza hacia un lado, observándome más delicadamente.
“Pequeño, ¿sabes quiénes somos las náyades?” Negué con la cabeza ante aquella extraña palabra. “No importa. Únicamente quiero que sepas que cuando deje de vivir aquí, te cuidaré allá donde vayas.” Posó su nívea mano sobre mi pecho, provocando que mis latidos aumentaran de velocidad. Cerré los ojos durante una fracción de segundo y oí el lejano gruñido de mi abuelo. Los abrí en el acto y me encontré a solas con el hombre, que tras rabiarme por darle aquel susto, me preguntó lo que hacía allí. “Abuelo, ¿quiénes son las náyades?” Arqueó las cejas de una forma exagerada mientras se sentaba donde segundos antes había estado aquella mujer. Tuve que repetirle una segunda vez la palabra, aunque siguió sin dar crédito a lo que le preguntaba. “Ninfas, hijo. Ninfas que habitan en ríos, lagos… donde haya agua. ¿Por qué lo preguntas?” Después de pensar en su respuesta, le conté lo que acababa de suceder. No recuerdo lo que me dijo entonces, pero tampoco me importaba mucho que me creyese o no.
Acudimos periódicamente a ese sitio y, aunque jamás volví a verla, sentía su presencia, su tierna mirada clavada en mí. Una vez mi abuelo hubo muerto, unos pocos años después, no volví a pisar el lugar.
Le agradecí multitud de veces que me lo hubiera mostrado y él únicamente me pidió que llevara a mis hijos allí igual que él había hecho con mi padre, mis tíos y conmigo. Sigo preguntándome si aquella mujer de ojos almendrados… o ninfa, o lo que fuese, era mi madre. Tal vez se despidió de mí. O tal vez yo seguía soñando.
Y ahora, veinte años después, no sé qué hacer. Abuelo, ¿qué les voy a mostrar a mis hijos? ¿Lo que en su día fue un paraíso terrenal convertido hoy en un vertedero más? ¿Los llevo a acampar junto a un riachuelo de agua negra? ¿Les hago respirar la contaminación que ha acabado con nuestro paisaje? Toda ninfa que un día me describiste, cada ser fantástico que existiera en mi imaginación, ha muerto junto con cada flor, cada árbol y cada pequeño animal o insecto. Hemos arramblado con cada rincón de nuestra naturaleza. Ahora, mis hijos se fascinarán con un juguete electrónico. Al menos puedo gozar en silencio de que un día descubrí la magnificencia de la naturaleza. Me queda por esperanza, abuelo, que no todo haya terminado aún. Tarde o temprano, descubriré otro lugar en el que se pueda escuchar el viento, donde no alcance a ver asfalto, donde los árboles luzcan frondosos y logre escuchar los cánticos de los pájaros desde el alba hasta el atardecer. Y tal vez no les muestre a tus biznietos nuestro rincón, pero adorarán otro tanto como yo adoré aquel.

16 de enero de 2011

Breve, pero plena

EN ÉSTE, CONTABA LOS 14.
TÍTULO: BREVE, PERO PLENA
PREMIO: 2º PUESTO.
Las cortinas blancas, casi transparentes, ondeaban entre la brisa que se asomaba por la puerta abierta del balcón, desde la cual se podía respirar el olor a jazmín, aquel lejano sonido a tráfico, a niños madrugadores jugando entre chillidos un poco más allá, personas que discuten por la calle. Una vida normal, seguidora de la rutina tal vez. Aquella gente anónima, rebelde, soñadora, monótona incluso. Tantas vidas, tantos hilos que pueden ser cortados en cualquier momento, un “zas” y… ¡basta! La Parca encomendada se limita a ponerle fin a aquella historia en la que una vez un corazón latió rápida y lentamente. Tantas emociones puede albergar la mente humana… tanto miedo, tantas dudas, tanto amor.
Sus ojos, observando sin observar aquellas cortinas que tal vez no volvería a ver, ausentes y cristalinos, ocultaban –o al menos ella lo intentaba- el divagar de su mente entre pensamientos alterados y melancólicos. Se preguntaba, una y otra vez, qué es lo que debía hacer. Se encogió entre las sábanas y se cubrió aún más con éstas instintivamente. Quería protegerse, olvidar aquel futuro maldito que le había tocado, viajar sin un rumbo exacto, con un fin marcado, por supuesto… pero no tan cercano, no tan brusco como aquel. No le hacía falta volver su rostro para saber que tras ella, durmiendo tiernamente se encontraba esa persona de la cual no le cabía la menor duda de que no la abandonaría. Jamás. Pero él no se merecía sufrir, ella quería que al que ayer y hoy había llamado amor tuviera una vida tranquila, serena, feliz. Y aquello ella no se lo podía proporcionar.
Su estado era sencillo, no podía haber otro más. Enferma de cáncer durante demasiado tiempo, demasiado extendida aquella sentencia de muerte. Naiara veía su destino como un castigo, uno duro, inquebrantable. Decidió en su momento, no hace mucho, mantenerlo en secreto, sufrir en silencio, no someterse a ninguna clase de quimioterapia y vivir cada segundo que le quedase, aunque lo hiciese sola por no hacer sufrir junto a ella a más gente y, sobre todo, a él, a su pareja, a Jose. Más de una vez había intentado cortar su relación, pero se le hacía imposible, completamente. Quién sabe si algún día se lo diría, o quién sabe si seguiría con él mucho tiempo. En un rato Jose se despertaría y Naiara suspiraría de alivio por no tener que seguir cavilando sobre aquellas cosas tan desgarradoras. Aunque más que la muerte, desgarrador era pensar en separarse de él.
Semanas después, en un momento de la noche como otro cualquiera, la habitación se encontraba en calma y los dos jóvenes amantes “apaciblemente” dormidos sobre la cama. Aunque la tranquilidad no duró mucho tiempo, pues Naiara se incorporó de la cama bruscamente, emitiendo chillidos y dirigiendo sus manos hacia el origen del dolor. Jose se levantó de un salto y el pánico se apoderó de él al oírla gemir de tal forma. Entre alteradas preguntas e intentos de auxilio, Naiara se desplomó sobre la cama, inconsciente. Seguidamente, se oyeron otros gritos, pero esta vez de él.
Dos horas más tarde, Jose andaba de un lado a otro inconscientemente, alterado y aterrado a la misma vez. Preguntándose a sí mismo qué se suponía que le había ocurrido a su novia. Tras un tiempo de agonía, un médico apareció en el pasillo del hospital y le informó de todo lo que necesitaba saber. Cáncer, muy expandido. Se desmoronó tembloroso sobre una silla llevándose las manos a la cara. El médico prosiguió, entre un millar de palabras del cual o no podía, o no quería entender nada… pero la palabra que pilló al vuelo fue “embarazo, dos meses, casi tres”. La primera era, sin duda, la peor noticia que le habían dado en su vida, la que le podría deprimir el resto de su existencia. La segunda, no lo sabía. Podía llegar a ser padre, pero… ¿ella? Aquello le quitaría fuerzas. ¿Y si ella ya sabía que tenía cáncer, por qué no me había dicho nada? Y si debía abortar para no arriesgar su vida, ¿eso también la arriesgaría? Pero… ¿Cáncer? ¿Qué? ¿Por qué? Muchísimas, demasiadas, infinitas preguntas acudieron a su mente, rápidas como la velocidad de la luz, sin ninguna respuesta a su alcance.
Más tarde, su estado era estable. Enchufada a toda clase de aparatos, débil como nunca la había visto. Se le hacía una vista aterradora. ¿Quién le infundiría fuerzas ahora si era ella la que no podía hacerlo? Lo que tenía claro, es que no la dejaría sola en ningún instante. Tal vez, sólo tal vez una probabilidad remota del azar de la naturaleza podría curarla, salvarla de ese destino. Dicen que lo último que se pierde es la esperanza, pero lo que jamás, es el amor. O al menos el verdadero.
No fueron pocos los días que Jose pasó entre lágrimas, hundido en lo más profundo del pozo oscuro que era pensar en la posible, y más que probable, pérdida de su ser más querido. No pudieron acudir a la quimioterapia ya que estando embarazada no era aconsejable. Naiara había decidido tenerlo, alegando como razones que si Jose estaba dispuesto a sufrir por ella, quería dejarle en este mundo por lo menos un fruto de su amor.
Pasados meses, se llevó a cabo la quimioterapia, lo que conllevó efectos negativos en el físico de Naiara, como la pérdida de su cabello. Como Jose había prometido, no existió el más mínimo momento en el que se separase de su amor, cuidándola e infundiéndole fuerzas –aunque ni siquiera él las tuviese- para seguir adelante.
Los momentos duros se incrementaron a medida que avanzaba el embarazo, e incluso se temió por la vida de ambos, la madre y el futuro bebé. Pero la fe en seguir viva y dar a luz era demasiado grande. La quimioterapia había conseguido darle un tiempo más de vida a la enferma, pero la decisión de ésta había sido desde el principio morir en su casa junto a su amado y, si era posible, con su hija. Por tanto, cuando sintieran que se acercaba el momento, marcharían a su casa.
Al fin, llegó el día del nacimiento. Un par de semanas adelantado, el bebé llegó de imprevisto, alterando a los padres de una manera inimaginable. La madre estaba demasiado débil, pero consiguió concebir a aquella niña de ojos verdes sin ocasionar en el momento del parto ningún inconveniente en la vida de ambas.
Lástima que los padres de Naiara no hubiesen podido conocer a aquella niña, pues habían fallecido, también de alguna enfermedad, años antes. En cambio, los padres de Jose se presentaron en visitas prolongadas durante todo el tiempo que aquella pareja estuvo en el hospital.
El 4 de marzo de aquel año, la carta se echó sobre la mesa y volvieron a acomodarse en el hogar de ambos y, por supuesto, de la niña, la cual había cumplido ya los dos meses. Jose preparó sorpresas todos los días, ayudando al ambiente, haciendo más llevadero y más “feliz” todo aquello. En cambio, Naiara se mostraba feliz de verdad, estaba relajada, contenta por haber tenido una hija con la persona a la que amaba y que él la hubiese acompañado en todo lo malo y bueno.
El 14 de marzo aparecieron de imprevisto (para Naiara) en la casa amigos y familiares –que también los habían visitado en el hospital-, trayendo un montón de regalos, ofreciéndose a cuidar del bebé en aquella velada. A principios de ésta, sin mostrar ningún asombro en ningún rostro salvo en el de Naiara, Jose le pidió matrimonio, anillo y ramo de flores en mano. Un sí por respuesta provocó que aquel ambiente se llenara de aplausos. Había cumplido su objetivo, ver radiar de felicidad a Naiara. Vestida de novia –el traje en cuestión lo habían comprado los padres de él- y portando el ramo de flores, en la misma casa y enchufada a quién sabe qué trastos, intercambió un dulce beso con, ahora su marido, Jose tras decir un simple pero sincero “sí, quiero”.
El 28 de marzo fue el día crucial, en el que no había más caminos que tomar ni más sendas por las que escapar. Sin dioses ni santos a los que adorar, sin rezos que orar, se esperó pacientemente la llegada del momento, dejándolo todo en las manos del destino, como debía e iba a ser. Unas simples palabras bastaron. Demasiadas lágrimas derrochadas para desperdiciar los últimos momentos entre llantos. Su frase fue, y ninguna otra, “Abrázame y no me sueltes en mucho tiempo”. Sólo eso, unas míseras palabras y ya sabían lo que ocurriría en un momento no muy lejano. Y así, aquella madrugada de aquel 28, Naiara posó de lado su rostro sobre el pecho de Jose y lo abrazó fuerte, le dio un intenso beso en los labios y volvió a su posición anterior. Él le pasó una mano sobre la mejilla, acariciándola con gran cariño, la rodeó con sus brazos y cerró los ojos, pensando, a su pesar, que tal vez cuando los volviera a abrir la mujer de la que ha pasado catorce años de su vida enamorado no pueda volver a abrazarlo ni a decirle lo mucho que lo ama, que lo necesita. Ya no podrá volver a mirarle a los ojos siquiera.
Ella estaba feliz. No necesitaba vivir una vida larga y plena como para alcanzar la felicidad. Tenía veintisiete años, estaba casada con la persona de la que estaba enamorada y era, más que seguro, correspondida. Además, había tenido una preciosa hija a la que también quería con locura. Su destino allí lo había cumplido, ahora le faltaba saber si tenía más caminos que recorrer y si volvería a encontrarse con sus seres queridos.
Tras unos silenciosos e intensos minutos, Naiara abandonó su cuerpo y se dispuso en pos de lo que le albergara de cara a cualquier cosa.
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